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Un pájaro muerto  |     30.10.2023

Un pájaro muerto yace en la puerta de mi casa. Tiene el pecho amarillo y la capa negra, parece un jilguero cordillerano, dificiles de encontrar en mi barrio, esto lo sé porque mi padre tuvo algunos. 

 

En principio no es un hecho que declare la emergencia para el lector, por el contrario, un ave muerta significa tristeza, pero jamás un sobresalto. Sin embargo, algunos metros más allá del cuerpito emplumado, yace otro animal, un gallo. 

 

A diferencia del primero, esta segunda ave se presenta en la vereda con algunos elementos que auguran el trabajo humano, una voluntad, tal vez el sacrificio. Lo rodean algunos granos de maíz, un líquido que pareciera ser, por el color violáceo, vino tinto y algunas otras cosas que no distingo o mejor dicho, no tengo interés distinguir.

 

Camino unos metros, llego a la esquina y el cadáver de otro animalito se encadena a los otros dos. Es un gato, jovencito, parece macho y es de color negro, cuelga de una soga. 

 

Me voy, espero no encontrar esos muertos más tarde.

  

Hasta el 5 de octubre de 1901, sobre la calle Defensa y a la altura de un almacén, conocido como los Vascos, pasando una puerta que conducía a un pasillo y luego a otra puerta pintada de marrón, funcionó la casa de Juana Lerete, una nigromante. 

 

Los peregrinos de la tristeza llegaban a la casa después de haber intentado sin éxito el contacto espiritual con sus seres queridos. Todos los que se estrellaban en la casa habían probado diferentes métodos para alcanzar el diálogo con sus muertos. Ritos en los que se vertía sangre, sacrificios de animales, oraciones en lenguas persas sobre el palo mayombe. También había otras ceremonias menos sofisticadas, como arrimarse a La Chacarita y prender una vela en el arca oeste del camposanto. Esto último, aunque sin dificultad aparente, revestía el riesgo de ser devorado por una jauría de perros cimarrones que recorría la zona y atacaba a los pobres infelices que buscaban charlar una vez más con sus seres queridos. 

 

Ninguna de estas artesanías daba resultado, aún acompañadas por magos de oriente y sacerdotes africanos. La mayoría, como era esperable, se trataba de chantas, rufianes y habladores. Por eso Juana era la última oportunidad y la redención. La señora, conocedora de la eficacia de sus poderes, abría su bolsa de terciopelo azul y pedía al solicitante una espesa gratitud en plata, oro o billete.

Las personas llegaban, el máximo eran cinco, le comentaban a Juana lo que querían, a quién deseaban ver y después de algunas oraciones la magia sucedía. Juana intercedía para que otros hablen con sus muertitos. Maridos extraviados en alguna guerra, abuelas que morían sin decir dónde habían guardado los ahorros, padres abandónicos, madres desaparecidas. Todos lograban ubicar a sus difuntos y la mayoría salía decepcionada. Hombres que se habían escapado de su familia y vivían felices, sin recordar a sus hijos y a sus mujeres, abuelas que no se habían olvidado de sus ahorros, por el contrario, los quemaban antes de morir, madres muertas, arrojadas a los ríos y al olvido. La tristeza abundaba, la incomodidad era evidente.

 

Una tarde Juana Lerete se fue. Hizo buena plata durante los años que residió en el bajo porteño. Tiempo después volvieron los ritos sobre esas calles, los animales ahorcados, los trucos oscuros. 

 

Camino, vuelvo a casa, anochece, ahí están, me cruzo con el hombre que recoge la basura, me saluda, nos conocemos de vista, me hace una seña y me dice: yo eso no lo toco. El camión arranca a toda velocidad, yo también.

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