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Caminatas   |     22.05.2023

El bar donde mi padre tuvo amigos

Llueve una lluvia muda. Casi no parece lo que es y sin embargo moja.

 

Camino cubierto por el piloto verde que mi hermano me regaló hace poco más de tres años. Era junio y fuimos a comprar algo para mi hija. Como el tiempo nos sobró decidimos entrar a una tienda a probarnos ropa. Lo elegí por su función impermeable.

Mi hermano advirtió algo en mi rostro y simplemente fue a la caja y pagó. Salí fascinado con la nueva prenda y con su generosidad.

 

Busco los techos, los aleros y balcones, voy pegado a la pared. La vista fija en el suelo, tratando de adivinar dónde se esconde la baldosa floja que me hará irritar después de mojarme los pies. Por suerte, no encuentro otra explicación que el azar, no me cruzo con ninguna.

 

Decido parar en la esquina de Scalabrini y Castillo, el bar ABC, donde mi padre tuvo amigos. Una reserva de hombres que narraban como tesoro una lealtad de una época anterior, no haberse ido nunca del barrio. Papá entraba a ese lugar y saludaba algunos nombres que recuerdo, el Cabezón Landoni, el ruso Juric, Mono Ledesma. Los volví a ver en el funeral de mi padre algunos años después.

 

Era divertido ver a papá ahí. Moverse como otra persona, como un no padre. Los hombres contaban historias propias y también de sus abuelos, llegados cuando el arroyo se veía y desbordaba. Papá también se divertía, comíamos algo al paso y luego nos íbamos. Varias veces lo acompañé. De todo eso parece quedar poco.

 

Me acomodo en una mesa pegada al ventanal. Unos muchachos se arriman al toldo, están del lado de afuera pero puedo escuchar lo que dicen, puedo ver sus caras, qué visten. Sonríen, son gritones, deben tener entre veinte y treinta años. Uno empuja a otro afuera del toldo, donde la lluvia golpea su campera roja. Los muchachos ríen, yo también. Alguien dice mamar gallo.

 

El techo marca una frontera, la puerta otra. Miran sus celulares, a uno le ha llegado un mensaje o una advertencia, saluda y se monta en una bicicleta que hasta el momento no había visto. 

 

Escucho la lengua del caribe y palabras sueltas, arrecho, chamba, mamonazo y parchita. Le dicen capote a un piloto como el que tengo. 

 

“Hablar con acento delata al hablante, la lengua dice que no se es de aquí. A veces se es de un allá prestigioso, pero no siempre”, dice Sylvia Molloy que nació en Argentina pero llevaba una y griega en su nombre y no tiene lengua principal, siempre fue extranjera en el español y en el inglés.

 

Pienso en los amigos de papá, pienso incluso en él, en sus padres y abuelos que hablaron dialectos de montañas y de ríos, el yiddish y voces sin nombre, lenguas de países que no existen y tal vez nunca existieron, personas que tuvieron una o varias lenguas que se extraviaron en el tiempo. Veo a esos muchachos, los escucho y me alegro de su alegría. Lo extranjero se funde con otras voces, con otros tiempos, con otro lugar.

 

Vuelvo a mi taza de café y resaltó un consejo de Larbaud con el que acuerdo, porque no se puede vivir de otra manera, “laisser un air étranger à tout ce qui est écrit”, es decir,  “dejar un aire extranjero a todo lo que se escribe”. 

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