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Hari  |     26.09.2023

Es el año 2002, el tiempo del saqueo, de un veneno que rompe las bocas y lastima los ojos, una respiración difícil que muerde las vísceras y astilla los huesos. La poesía es a los gritos, no se entiende, nada se entiende. No es mejor que el año anterior, pero es peor que el siguiente. 

 

Estoy trabajando en un hostel de la ciudad de Bariloche, llegué huyendo de Buenos Aires. El lugar no está mal, se ubica en la pendiente de una calle con nombre irlandés. Mi tarea es ser sereno, comienzo a las 23, termino a las 7. Me entretengo limpiando la mierda que rebalsa los baños, trapeo, acomodo los almohadones del gran sillón, repongo el papel, paso el desengrasante por la cocina, la lustro, me gusta que brille; mi actividad preferida: llevarme algún objeto, una remera tirada, algunas zapatillas olvidadas, un reloj. No hay reclamos, casi nadie pregunta dónde quedaron, todos suponen que fue el compañero de habitación que se marchó ese día y no el sereno que les abre la puerta y les habla en un idioma de mezclas.

 

Alterno este trabajo en el albergue con la administración de un rent a car, en los kilómetros que llevan al lago Moreno. Me lo permiten mis horarios. Algunos días doy pena, las noches libres las uso para dormir. No gano bien en ninguno de los dos trabajos, los necesito a ambos para poder salir de esa ciudad.

 

Hari apareció en diciembre, estuvo dos semanas en el hostel y nos hicimos amigos. No se trató de una amistad profunda, mucho menos íntima, era una relación más bien superficial y agradable, pero sin necesidad de bucear en el interior. Tenía algo que lo hacía interesante, no tuvimos roces. Una mañana alquiló un auto para que yo lo maneje, no sabía hablar español, no sabía conducir.

 

Hari Tenía un inglés oriental, la “g” arrastrada, la “j” arando; el mío por el contrario ni siquiera tenía un acento definido, era más bien una alegoría de algo escolar.

 

Llovieron algunos días mientras estuvo en la ciudad, nos aburrimos varias veces. Una tarde le pregunté cómo se dice padre, madre, abuelos, en su idioma. Me dijo que no era tan sencillo debido a la cantidad de dialectos que había, le contesté que no me joda, ¿joda? preguntó, sí, le dije, dale indio, no me jodas. Desperté una carcajada, argentino boludo, así era nuestra relación. Luego se puso serio y dijo varias palabras, appu, attan, appaci, thande. Yo le dije que a mi abuelo le decíamos nonno porque era italiano.

 

Se fue en enero, no volvimos a hablar, no hubo solicitudes en ninguna red social.

 

Ayer salí a caminar por el parque Saavedra, la feria, las plantas, los perros jugando, la timidez del sol. Un hombre se me acercó cuando estaba llegando al sauce que se desploma en el medio del parque. Me saludó con una sonrisa, y solo pude devolverla cuando me dijo ¡Nonno! 

Hari vive a dos cuadras del parque desde hace una década, no me contó mucho más, no le conté casi nada de mí. Me dijo, eso sí, que escribe poesía y que está por editar su primer libro en Buenos Aires. 

 

Hari, le dije, te felicito. Nos pasamos los teléfonos, juramos volver a vernos la próxima semana. Lo abracé y seguí mi camino. 

 

No me pude distraer con facilidad. Pensé en qué había hecho durante todo este tiempo, en el destino de Hari, en el mío, en las lenguas de cada uno, en las culturas, la materia de los recuerdos y en cómo hace para escribir en español. Pero después recordé que cada persona es diferente y la poesía no está hecha de cosas vagas, como el amor o la primavera, conceptos abstractos, la poesía está hecha de individuos y cada individuo es imprevisible, al menos como Hari.

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