Cerca de la revolución (de Mayo) | 25.05.2023
Podría decir que fue un cambio revolucionario. Pero en realidad fue uno de los cambios más absurdos de mi vida. En 1974 empecé la escuela primaria. Arranqué en la escuela República de Brasil, en Valentín Alsina, frente a la plaza de Alsina. A la primera plaza.
En Valentín Alsina hay dos plazas y hay todo un debate sobre cuál de las plazas es la primera y cuál la segunda. La cosa se mide en si venís desde Capital o si venís de Lanús o Avellaneda.
Le pido disculpas a la gente de Alsina. Sé que podrán acusarme de porteñista, por haberme mudado de chico a la Capital. Pero lo cierto es que para mí la primera plaza es donde están la Iglesia y la Escuela.
Es más, hay dos escuelas. La parroquial, que es la de la iglesia, y la pública. Que es a la que fui yo. Empezar la escuela primaria es una pequeña revolución personal para todos. Y para mí, obviamente lo fue. Pero la revolución fue múltiple.
Decía que fue un momento revolucionario y absurdo. Y digo absurdo porque por cuestiones de logística familiar sólo cursé medio año en la escuela República de Brasil en Valentín Alsina. Porque en las vacaciones de invierno nos mudamos y cambié de escuela.
Nos mudamos a Pompeya, cruzando el puente, unas veinte o treinta cuadras. En total deben haber sido treinta o cuarenta cuadras entre ambas escuelas. Pero el cambio de provincia a Capital es bastante más que unas pocas cuadras. Tanto que no faltaron los vecinos que le comentaban a mis viejos: “Ah, se van para el centro”. Cosas que pasan en el conurbano, donde Pompeya puede ser el centro.
Tengo dos recuerdos de mi paso por la escuela República del Brasil. Uno, de un significado histórico enorme: la muerte de Perón. Recuerdo cuando mi papá vino a buscarme a la escuela por última vez. Me sacó antes porque se suspendieron las clases por la muerte del presidente de la nación.
Por la cara de mi viejo, por los comentarios de las maestras, por el alboroto general, me di cuenta que no era la muerte de cualquier presidente. Que esa muerte de ese presidente era algo más que la muerte de un presidente. Que se trataba de la muerte de una era.
No es que pensaba eso. Supongo que por entonces no tenía idea qué era una era. Pero eso es lo que se sentía, lo que se intuía en el aire.
Había mucha gente muy triste, mucha gente muy conmovida, algo más parecido a la muerte de un padre que a la muerte de un presidente. Y eso que a mis seis años me daba cuenta que la muerte de un presidente ya era de por sí algo importante.
Hubo otro momento importante en mi paso por la escuela de Valentín Alsina. Algo más personal, que no tenía que ver con un acontecimiento histórico tan importante como la muerte de Juan Domingo Perón. Una revelación que me iba a marcar hasta hoy: la idea de revolución. O, más bien, la idea la revolución presentada desde lo institucional. En este caso, la escuela.
El único feriado patrio que me tocó pasar en la escuela de Valentín Alsina, el primero en mi vida escolar, fue el 25 de mayo. Allí escuché hablar por primera vez, a mis seis años, arrancando la escuela primaria, de la Revolución de Mayo.
La palabra “revolución” había estado dando vueltas en mi cabeza desde hacía un tiempo. Porque era una palabra que circulaba en mi casa. Un año antes, justamente el 25 de mayo, pero de 1973, mis viejos me habían llevado por primera vez a una manifestación popular. Una manifestación popular en torno a un liderazgo político excepcional, un 25 de mayo. No sé si les suena.
Tengo también otro recuerdo, yo sentado en los hombros de mi viejo, en Plaza de Mayo, en la asunción de Héctor Cámpora, en medio de las columnas de la tendencia revolucionaria del peronismo. En un clima absolutamente revolucionario, entre gente que soñaba con y peleaba por la revolución socialista.
Porque la gente entre la que estábamos en Plaza de Mayo era peronista y quería la revolución socialista. Y creía que la revolución llegaría de la mano de ese señor que se moriría un año después y que provocaría que un montón de gente se pusiera muy triste y que yo me quedara sin clases y sin escuela de Valentín Alsina, porque se adelantaron las vacaciones de invierno.
Ese 25 de mayo de 1974, lo que me llamó la atención no fue la palabra revolución. Una palabra que yo ya conocía y que veía como algo bueno, que nos iba a salvar y nos iba a hacer muy felices. Lo que me llamó la atención fue que la nombraran en la escuela.
Mi revolución y mi absurdo personal siguieron en Pompeya, en la escuela María Silventi de Amato, en la esquina de Alagón y Coronel Pagola, donde terminé mi escuela primaria. Donde cursé seis años y medio de escolaridad.
En todos esos años actué en actos: una vez fui sereno, otra vendedor de velas, otra hice de Mariano Moreno y otra de Manuel Belgrano. También fui abanderado. Pero siempre me siguió llamando la atención el uso de la palabra “revolución”.
A partir de 1976 (yo estaba en tercer grado) me di cuenta de que mi papá y mi mamá se aferraron al término “revolución” para aprovechar la posibilidad que le daba la historia oficial de colar un término que consideraban como propio. Entonces siempre se ponía el énfasis allí, en la revolución.
Para la mayoría de los chicos, aquello era la Semana de Mayo. Inclusive eso es lo que se trataba de inculcar desde la escuela, porque la dictadura trataba de esconder el carácter “revolucionario” de la gesta emancipatoria. Pero en mi casa insistían con lo de “revolución de mayo”. Una expresión que ninguna maestra o autoridad escolar era capaz de contradecir.
En 1979 yo estaba en sexto grado. Fue un año muy especial. Por un lado, Argentina salió campeón del Mundo juvenil, con el equipo de Maradona, en Japón.
Ese año la dictadura organizó una campaña para contrarrestar las denuncias de organismos de derechos humanos en el país y en el mundo. En ese momento, la comisión de derechos humanos de la OEA vino al país y produjo un informe muy duro contra los militares.
La campaña de la dictadura fue muy efectiva: “Los argentinos somos derechos y humanos” fue el lema. Y con los festejos por el triunfo de la selección que dirigía Menotti, en todas las esquinas te entregaban calcos y folletos con esa consigna, sobre un corazón con la bandera argentina. Pronto un montón de autos llevaban pegada esa calco.
Recuerdo haber ido a la calle (mi viejo, mi hermano y yo éramos demasiado futboleros como para no festejar aquel triunfo de aquella selección maravillosa) pero al mismo tiempo no entender por qué la gente se llevaba esas calcos, esas imágenes, tan horribles y tan mentirosas.
Pero 1979 iba a ser, además, un año revolucionario por lo que estaba pasando en otro país del que yo hasta ese momento no había escuchado hablar nunca: Nicaragua. De repente, Nicaragua entraba en el mapa sentimental de mi infancia en un lugar parecido al que ocupaba Cuba.
Lo que vino después me cuesta ordenarlo cronológicamente. Por un lado, mis viejos y su lógica marxista, intentando explicar que la revolución implica siempre un cambio para una mejora de la sociedad. No sólo eso: que los cambios sociales verdaderos son aquellos que se producen mediante una revolución.
Que por eso la revolución cubana continuaba firme a la vanguardia del continente. Y que por no haber hecho la revolución, Salvador Allende había sido derrocado en Chile. Que una cosa es el Gobierno y otra el poder. Y que si bien Allende era un compañero (que había venido a la asunción de Cámpora y que había muerto combatiendo con un fusil que le había regalado Fidel), el poder sólo se puede tomar a través de una revolución. Y si no se toma el poder, es imposible cambiar de verdad.
Antes de las revoluciones socialistas, había habido otras revoluciones que no habían sido socialistas. Pero sí habían significado el cambio social más profundo que podía hacerse en ese momento histórico. Por eso la revolución francesa o la revolución de mayo, por ejemplo.
Mientras tanto, yo me fui dando cuenta de que las cosas no siempre son tan lineales. Y que también hubo una revolución industrial o la promesa de una revolución productiva. Por no hablar de los usos castrenses, como la Revolución Libertadora o la Revolución Argentina, nombres con los que se autopercibieron los golpistas de 1955 y 1966.
El primer golpe de estado en la Argentina, el de 1930, también fue autodefinido como revolución.
El término revolución fue abandonado por los militares con el golpe de 1976, cuando decidieron autotitularse Proceso de Reorganización Nacional. Es probable que el asunto haya sido un pequeño triunfo cultural por parte de las organizaciones guerrilleras, como las peronistas Fuerzas Armadas Revolucionarias o el marxista-leninista Ejército Revolucionario del Pueblo.
Además, ya existían entonces el maoísta Partido Comunista Revolucionario. O, a partir de 1982, el Peronismo Revolucionario, nombre con el que se reagruparon algunos sectores de lo que había sido la Tendencia Revolucionaria del peronismo en los 70.
Claro que luego las cosas volvieron a volverse más complejas. Primero, porque la palabra revolución es algo piantavotos. Y eso, en una política que se volvió absolutamente dependiente de la lógica electoral, se transformó en un asunto sensible.
Lo más paradójico es que el asunto es piantavotos para la gente que había tenido o seguía teniendo intenciones revolucionarias. Y para volverse amplia en términos electorales, necesita abandonar la idea de revolución cuando se presenta ante el gran público.
Pero sigue habiendo en lo revolucionario un halo mágico, un aura idealista y noble. En los últimos tiempos, las referencias más explícitas a la revolución provienen de los sectores más conservadores. Es así que surgieron la revolución productiva y la revolución de la alegría. Hasta circuló desde el PRO un stencil con la imagen de quien fue presidente argentino entre 2015 y 2019, como el Che Guevara.
Hoy se cumplen 213 años de la revolución de mayo. De aquella revolución que marcó el inicio de este país. Un país fundado sobre una revolución, y que ha adaptando esa idea de revolución a toda clase de idas y vueltas políticas. Porque de eso se trata una revolución. Así de dinámico es el asunto. Así de compleja es la revolución.
Una revolución que sirvió para instaurar sistemas políticos y sociales, y que sirvió también para destrozar esos sistemas políticos y sociales que había ayudado a fundar. Porque queda claro cuándo se produce una revolución. Pero lo que no es tan claro es hasta dónde llegan sus efectos y hasta cuándo pueden sentirse sus alcances.
Tal vez lo verdaderamente revolucionario sea seguir soñando con la revolución. ¿Con qué revolución? Le preguntaron eso a Charly hace poco. Y él contestó: “Lo más revolucionario hoy es dejar el telefonito”.
La revolución está al alcance de la mano. Lo dijo Charly. Y él está cerca de la revolución.