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Caminatas   |   08.05.2023

Agronomía y Rayuela Bar

 

Les debe haber pasado. Sentir que las cosas están mal, que no han podido dormir bien, que la primera luz del día nos ofende y que la noche podría haberse perdido u olvidado, pero vuelve para lastimar, porque la partida de la persona que se amó no se deshace con el amanecer.

 

No soy el único y estoy convencido que hay días en que todo sale mal, el agua del mate es tibia, la yerba es demasiado fuerte o demasiada insulsa y la bombilla no nos deja en paz. 

 

Seguro les pasó que el canto del zorzal, su melodía repetitiva, no trae la calma, ni el abrigo de la naturaleza, sino un goteo en alguna zona de nuestra cabeza, que la erosiona y si no fuera por el calmante que me desespero por encontrar se volvería una migraña.

 

Les habrá pasado que la ropa no les va bien y el espejo insiste en devolvernos lo penoso de nuestros cuerpos, la cara borrosa, el pelo que en vez de volverse un marco, prefigura los bordes de un abismo, un paisaje cruel, que las personas con las que nos crucemos estarán condenados a mirarlo.

 

Salgo a caminar porque he fijado esta rutina, aunque se me hayan olvidado sus razones. La torpeza se apodera de mis piernas, tropiezo con una baldosa mal colocada y sé que me ocurre porque el día es malo y la noche ha sido peor. Me harto de pensar que el bienestar no es un cálculo, no se trata de una ecuación, jamás de peor a mejor, se trata de otra cosa y hoy, y tal vez para siempre, serán días malos los que vengan.

 

Tengo ganas de insultar cuando eludo pequeñas montañas orgánicas de colores marrones, negras y amarillas. Veo una mujer que camina con su perro, la siento culpable de nuestras calles minadas, le dirijo una mirada que contiene odio y le deseo una vida miserable, aunque no me vea, aunque nunca me vaya a ver.

 

Pasada la hora no se me quita la sensación e intuyo que quizás se trate de un sueño maligno, de alguna broma de un dios perverso. 

 

Paso la Agronomía, hoy las llamas y los corderos no se acercan al alambrado. Entro al barrio del escritor.

 

Entonces observo, casi a dos cuadras del bar donde voy a tomar el segundo café del día, que un hombre está detenido frente a un árbol. Lo veo con claridad, se encuentra a pocos pasos. El contexto se desvanece y con nitidez aparece ese hombre encorvado que tira algo al piso. Me acerco con paso firme y silencioso. Examino al hombre que tiene una bolsa de nylon, es blanca y en su interior se acomodan y se desparraman pedazos de pan. Estoy cerca y entiendo con precisión que el hombre tira algunos pedazos de pan a un suelo tan desierto que angustia. El hombre sonríe, lleva anteojos de marco grueso, un gabán verde y un pantalón de corderoy marrón. Me gusta como se viste.

 

El hombre advierte mi llegada y sonríe. Le devuelvo una sonrisa cortés y es en ese instante, como si se tratara de una llovizna tímida caen las primeras palomas. Van directo a sus presas blancas e inmóviles, picotean con tenacidad, se molestan, se empujan. Luego se desata el temporal y una bandada de chismosas azules y grises aterrizan sobre la calle. El suelo parece moverse, las migas no dejan de caer.

 

Me detengo en ese revoleo de pancitos, en el hombre encorvado y en las palabras que salen de su boca, hola chicas, dice con una voz familiar, pero las chicas no se detienen a saludar, siguen enroscadas en sus murmullos y empujones. El hombre vuelve a mirarme, pero esta vez con una complicidad amistosa. 

 

Camino lo que falta hasta el bar. Recién cuando la moza me pregunta si voy a pedir algo, me doy cuenta que llevo la mueca de una sonrisa.

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