top of page

Caminatas   |    02.05.2023

Bar Británico, el bar y un perro

 

Dibujé un arbolito y unas flores en las servilletas del bar Británico. 

En estos días de calor vuelvo a la primavera inmunda de Silvina Ocampo, a “los insectos que son como ladrones, en los novios que unen sus risas y sus cosméticos”.

 

Afuera el sol castiga las paredes, me recluyo adentro, bajo la brisa continúa de un ventilador de techo. Se mueve oscilante, buscando una vía de escape.

 

Al frente la empalizada del parque, la tierra ganada al río y la ausencia de querandíes. 

 

El cafecito está muy bien, las tazas son las esperables. Los mozos son diestros y no anotan. Un hombre de pelo cano y una mujer se sientan en una mesa contigua a la mía. Hay una discusión que me incluye, hablan de otro hombre, del fin de una amistad. El hombre parece abrumado, la mujer despliega un repertorio de gestos utilizando manos, hombros, dedos y el arqueo de los músculos faciales. Yo también he perdido una amistad, hace varios años y nunca pude hablar de eso.

 

Me levanto del bar, saludo con una mano. Uno de los mozos mueve la cabeza.

 

Cruzo la vereda al parque, subo la pendiente hacia el museo. El sol arrincona a los caminantes hacia una de las veredas, la sombra nos aloja. 

 

Todo lo que me ofrece el parque es verdad, la iglesia ortodoxa con sus cúpulas celestes, las puntas agudas, el adoquín ahuecado, los rastros del lactario y la plaza de toros, el lago seco que hoy es anfiteatro, los árboles de Tays, el diseño tan centenario. Hay un templete griego con estatuas alegóricas.

 

Camino en dirección a Paseo Colón, desde hace un rato que no estoy solo. Una sombra me persigue. Voy al mirador y a la fuente, la estatua de Neptuno, el bronce gastado.

Mi acompañante pasa al frente. Se detiene, me observa, deja que pase a su lado y vuelve a ubicarse cautelosamente detrás mío. Acelero la marcha y el rufián replica. 

Veo un banco de piedra, me siento conforme. Mi compañía se detiene delante mío y se echa sobre el suelo. Es blanco con algunas manchas marrones. Tiene el hocico cano y las uñas cortitas. Saca la lengua y comienza a jadear, nos quedamos allí un rato. 

 

Vuelvo a ese amigo perdido, reconstruyo su rostro que dejé en suspenso hace algunos años, se me cae encima el último encuentro, el rumor que nos llevó a una discusión y la puñalada que clavé entre nosotros. Nunca lo hablé con nadie, eso ya lo dije, y también me dije que si no lo hice fue por pudor y orgullo. Existe una tristeza,  dice Silvina Ocampo, de estar triste y también existe una vergüenza, cruel de tener vergüenza.

 

Los caminantes pasan por nuestro lado, algunos sonríen cuando nos ven. El animal es sencillamente agradable. 

 

Me gusta un cuento de Alejandra Kamiya que se llama “Lugares buenos”, sería ideal poder leerlo nuevamente en este lugar. El perro me mira, por un instante no hay nada más que esa tensión de ternura entre su mirada y la mía. Finalmente cierra los ojos y se echa completamente, debe ser este un lugar bueno.

bottom of page