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Caminatas  |     24.04.2023

Villa Santa Rita

 

Me siento perfectamente cómodo en las caminatas de domingo, en los colores de la media mañana y en los barrios de casas bajas de perros microscópicos que ladran histéricamente a los transeúntes. Me gustaría arroparlos hasta que sus huesitos de cristal se plieguen a mi abdomen. Pobres criaturas condenadas a nombres como Algodón o Perlita.

 

Intuyo que los que solemos caminar los domingos constituímos un grupo con poder relativo, tirando a menor, tirando a imaginario. Encontramos en la excursión lenta y pareja una especie de tranquilidad sedante. 

 

Camino entre dos y tres horas, no abandono la tarea, salvo que el clima se ponga insistente con alguna lluvia desesperada. Elijo los barrios donde nadie me empuja, eludo las avenidas tumultuosas y las plazas repletas de noviecitos.

 

El último domingo descubrí que algunas veredas son amplias y las copas de los árboles sombrean hasta la calle. El progreso es discreto, hay una farmacia sin luces de neón y una calesita en buen estado. Las casas suelen estar revestidas de piedra mar del plata o pintura monocromática de abundante cremita o blanco tiza. 

 

Hay departamentos, (¿en qué lugar de esta ciudad no los hay?), pero se encolumnan en los márgenes como si se trataran de torres de defensa, guardianes de un tiempo anterior. Hay una librería que exhibe un catálogo diverso, se puede encontrar a Busqued y Woolf, Thomas Mann y una edición usada de Matando enanos a garrotazos de Laiseca, también está Molloy y Wernicke. La marquesina anuncia el nombre: “Intelecto”, presumo que alguien pensó décadas atrás.

 

En la calle San Blas hay un lapacho. Qué bellas son sus flores, qué hermoso es su color, “todo es siesta, todo es siesta”, como dice la canción. En estos lugares uno puede silbar e incluso pensar que se puede ser feliz. 

Sobre una ochava descubrí las pintadas de unos muchachos que hacen una denuncia terrible, llaman traidor a Jorge y piden, en aerosol negro, que no vuelva porque: “tenés los días contados”. 

 

Crecen malvones en algunos canteros y las palomas aún no se han rendido al azote chismoso de las cotorras verdes.

 

Después de andar un buen rato, atravesé una zona de escombros que interrumpía la armonía de tilos y macetones floridos. Me desorienté un poco. Un hombre venía dando zancadas en mi dirección. Cuando se acercó observé que una suave cicatriz le cruzaba el mentón. Lo saludé con una cortesía que lo sorprendió y pregunté por la avenida Jonte. Al hombre se le notó el orgullo de la autoctonía y me dio algunas indicaciones. Siga dos derecho, doble a la izquierda, tres cuadras y llega. Perfecto, contesté. No, espere, me dijo retomando la palabra, le conviene ir por la paralela, doble en la primera, siga una cuadra y en la plaza cruce en diagonal, se ahorra una cuadra. Saludé con la misma cortesía y continué mi camino. 

Unos metros más adelante me detuvo otro señor. Se puso enfrente, debía estar cursando la sexta década y una fragancia de loción lo acompañaba. Tenía los anteojos empañados, se los bajó y me miró con una complicidad sospechosa. Disculpe, me dijo, no le preste atención, Jonte es derecho, ese hombre siempre hace lo mismo, le gusta extraviar a las personas. Le agradecí asombrado. 

 

Caminé según la última indicación y Jonte no estaba en línea recta. Se me cruzó por la cabeza un insulto, pero no se terminó de armar en la boca. Pude rastrear la avenida por la altura de una calle, hice un cálculo y llegué. 

 

Una vez en la avenida corría otro aire, los autos gruñían, el paseo ya estaba agotado. Me quedé pensando en los dos hombres trabajando en silencio para que se imponga una verdad, solo una verdad, mientras un rencor silencioso crece entre ellos. Recordé el cuento de Vittolo, “después de todo prefiero lastimarte cuando no me ves, nuestra vida siempre nos llevará a odiarnos un poco.”

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