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Caminatas  |     03.04.2023

Chacarita

 

Sobre la calle Santos Dumont viven dos hermanas. 

Salen a hacer las compras tomadas del brazo, cuando una avanza con la pierna derecha, la otra también, cuando la que se adelanta es la izquierda, la réplica es exacta. Hay una perfecta sintonía en su andar. Las dos giran su cabeza cuando llegan al semáforo de Jorge Newbery, ambas frenan antes de la cebra en la misma línea, jamás dejan de agarrarse. Tienen un trajecito beige y uno azul, a veces lo intercambian. Peinan con la permanente sus cabellos eléctricos. No son gemelas, pero parecen una sola persona.

Durante la semana, las solía encontrar mirando la vidriera de la mercería de la calle Charlone. A simple vista las diferencias no existen, algunos detalles microscópicos nos dan la pauta de que son dos entidades, aunque se muevan en espejo como si una fuera el reflejo de la otra. 

Por mamá sé que tuvieron una madre que falleció joven y un padre severo que impidió que vayan a la escuela. Me contó también que una de ellas es más grande que la otra.

Ambas usan anteojos fotocromáticos, de esos que cuando el sol se alza, se oscurecen y en las sombras se vuelven transparentes. 

Caminan siempre por las mismas cuadras, son fieles a los mismos comercios, solo compran lo que necesitan, el recorrido es geométrico y su desplazamiento por el barrio es una coreografía ensayada y aburrida. Más que armonía uno ve el efecto mecánico, una pulsión desesperada de no salirse del guión de hermanas tomadas del brazo, que siempre caminan juntas, desde hace treinta años.

Una vez las sorprendí en el almacén de Lino, llegaron antes, pidieron yerba, azúcar y un paquete de cigarrillos Le Mans suaves.

Sobre la avenida Córdoba se encuentra su residencia, un departamentito en un terreno de tres propiedades. 

En todos estos años han diferenciado dos rutinas, una pública, a la vista de todos y la otra íntima, al resguardo de los vecinos.

Cuando llegan al umbral se sueltan del brazo. Entran separadas y prenden un cigarrillo. Una revolea los zapatos, la otra siempre anda calzada. Jamás vacian el cenicero. Una enciende la radio, la otra prepara café. Se tiran sobre el sillón, se agarran de la panza. A veces se ríen del imitador en el programa de la tarde, pueden dormirse sobre el sofá.

Tienen pocas plantas, algunos malvones y dos helechos. Se gritan todos los días, una quiere tener un perro y la otra un gato, no logran ponerse de acuerdo y eso las irrita.

Cuando llega la noche arman la cama, que estuvo deshecha todo el día. Antes de dormir beben un té y charlan, hablan del futuro, de los planes que nunca hicieron y recuerdan un verano en Tucumán, en la casa de la familia materna, cerca de Yerba Buena. 

Duermen en el mismo dormitorio y las dos roncan, las dos odian que la otra ronque. 

 

El domingo estuve por Concepción Arenal, aproveché el fresco y caminé de tarde. Cuando llegué a la esquina de Guevara me encontré con una de las hermanas. Caminaba encorvada y fumaba. Tenía el pelo largo y su ropa estaba un poco sucia. Decía algunas cosas en voz baja, parecía hablar para adentro o con los fantasmas que la acompañaban. 

 

Emily Dickinson murió en 1865. Pocos sabían de su escritura, casi nadie la había leído. Fue su hermana Lavinia quien se encargó de publicar la obra. En uno de los poemas dice, 

“Morir — lleva muy poco tiempo —

Se dice que no duele —

Tan sólo es un desmayo — por etapas —

queda después — fuera de vista —un lazo más oscuro — por un día —

Apenas un crespón en el sombrero —

y luego la preciosa luz del sol —

nos ayuda a olvidar..” 

 

Pasé por al lado de la mujer. Me dieron ganas de saludarla pero no me animé, apareció el sol y me encegueció ligeramente. La miré y sus anteojos se volvieron oscuros.

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