El azul de la distancia / 17.07.23
En ¨Una guía sobre el arte de perderse¨, Rebeca Solnit habla del azul de la distancia, ese color que da el cielo sólo de lejos. Algo similar pasa con las montañas, tienen un efecto parecido, se ven imponentes a la distancia, llenas de colores raros. Una las transita lentamente y parece que nunca va a llegar, hasta que en un momento simplemente se está en ellas. A donde no se llega es a los colores verdes, rojos y azul que se ven a la distancia, porque esos colores sólo se encuentran ahí, lejos. El camino es de tierra, rodeado de vegetación, igual que 100 km atrás. Piedras, tierra, plantas, algún animal. El recuerdo anhelado es algo que se ve a la distancia como maravilloso.
Mi amiga cortó con su pareja de varios años y no puede retomar un camino que le traiga felicidad. Su angustia es enorme y llora cada vez que puede, afirma que sigue enamorada o que el amor de su vida nunca más va a volver a ser.
Hay algo que me queda retumbando después de esas llamadas urgentes de consuelo o las caminatas de llanto y reflexión con ella: ¿por qué tanto apego a lo que ya no existe?
Veo en mis amigas un reflejo de mis propias experiencias, entonces pienso en esas veces donde me sentí derrumbada, con el corazón partío como Alejandro Sanz y con un abismo delante de mí.
Después de años, un martes a la mañana me fui de su casa y caminé una cuadra totalmente sofocada. Me senté en la entrada de un edificio y marqué el número de una amiga. Dije cosas que no recuerdo, aunque haga memoria no puedo dar con las palabras. Pero sí me acuerdo que cuando estaba en ese lugar sentada pasó un amigo en bicicleta.
Justo por ahí.
Dio la vuelta y se sentó conmigo, me abrazó de costado con un solo brazo y me dijo “vamos”. En el kiosco me compró un sanguchito y un alfajor, después siguió con su trabajo y yo caminé las cuadras hasta mi casa.
El arte de la coincidencia.
No me acuerdo mucho de nada pero sí de lo que me encontré: una inesperada y gratificante sorpresa.
Así son los caminos cuando se los transita errante. Esos momentos son pocos en la vida y a veces siento que van a ser los menos, pero los más verdaderos.
Hay noches en que los planes se pinchan y las cosas salen todas al revés, y al final una termina sentada en una esquina disfrutando la compañía de los amigos, sin lugar a donde ir, ni un horario que cumplir, porque la noche está siendo eso: un momento de disfrute sin expectativas.
Por lo general aparecen después de la desilusión. Una ilusión es todo lo que querríamos que fuera, todo lo que imaginamos que sería. Pero las cosas aparecen y desaparecen sin que una pueda poseerlas o atraparlas.
Los momentos se escurren por los márgenes del tiempo y día a día desaparecen.
Nunca nada va a ser eso que yo imagino en mi mente. Puede parecerse, pero las cosas son lo que son.
Cuando me desilusiono y me resigno, es cuando puedo aceptar las cosas como son.
Al irme de esa casa, se me cerró una puerta a la que volver y entonces esos caminos dejaron de existir. Los vasos donde me servía agua, la terraza donde fumaba o miraba el cielo en medio de la ciudad. La persona que vivía en mi ilusión, que era él, se deshizo.
Porque esa es la profecía, todo se deshace para que salgas a la calle a una hora que no planeabas y, cansada de todo, te sientes a esperar nada.
Hasta que algo aparece.
Hay un cuento de Selva Almada sobre un hombre que un día se entera que su hermano, con quien no se hablaba hacía años, falleció. La mujer del tipo se enteró antes que él por otro lado, así que cuando el hombre llegó cabizbajo y pensativo a la mesa para cenar, ella ya sabía lo que ocurría. Cansada de que su marido no dijera nada le escupió que por qué no lo sensibilizaba la muerte de su propio hermano. Él le dijo que sí, que su muerte lo afectaba, “el desapego fue nuestra manera de querernos”.
Qué valioso, quererse en la distancia. Querer esa distancia, porque es lo que nos hace bien.
Pero el azul de la distancia arremete otra vez y empapa la escena de nostalgia. ¡Qué lindo se ve de lejos!
Entonces me encuentro pasando por una esquina y pienso en lindos momentos que no sabía que iban a ser buenos recuerdos.
La brisa en otoño cuando el calor empieza a ser menos sofocante, la caminata de la mañana para ir a ese lugar que ya no frecuento.
Todo parece divino a la distancia.
“Cuando intenté cortar algunas de aquellas rosas de color ocre para llevármelas, sin embargo, inmediatamente perdieron parte de su belleza. Hay cosas que solo poseemos si están perdidas. Hay cosas que no se pierden si de ellas nos separa la distancia”, dice Rebecca Solnit.
Es el recuerdo de lo hermoso, de eso que fue, lo que poseemos.
No puedo poseer la esquina, no puedo poseer el beso, no puedo poseerlo a él.
Sólo lo que es mío: un recuerdo. Y así está bien.