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Caminatas   |     05.06.2023

El regalo

Al terminar la calle hay una casa. Tiene un frente empapado de grietas y una puerta de cedro. La casa tiene un pasillo y al final del pasillo hay una pieza. Huele a mandarina y azufre, la ropa se amontona y la luz se dispersa. Hay una sola camita con el elástico vencido.

 

Cuando el invierno llega, en ese dormitorio se enciende un brasero. Hojas de eucalipto para perfumar, ramas de paraíso para calentar. Jamás pino, el pino escupe una resaca que empantana el aire y la resina se acumula en el brasero. Los más jóvenes le han dicho que no prenda más eso, que es peligroso, que se puede incendiar la casa.

 

Cuando el verano llega, una música sale por las ventanas. Desde adentro de la habitación un hombre prende la radio y deja que el sonido acompañe el día. Una canción tras otra, una orquesta, un cantor, cada tanto hay algún anuncio, pero sobre todo es música. 

 

“Llegabas por el sendero

delantal y trenzas negras

brillaban tus ojos negros

claridad de Luna llena”

Eso se escucha, también:

“Tristeza de haber querido

tu rubor en un sendero

tristeza de los caminos

que después ya no te vieron”


 

Me entero de todo esto porque me encuentro en el club donde pasé algunos años de mi infancia. Se llama Estrella de Maldonado, me encanta su nombre, me parece fascinante la imagen de un astro por encima de un arroyo de un pueblo que se retiró con la llegada de la Ciudad.

 

Hay un partido de fútbol que disputan los niños nacidos en el año 2013, categoría 2013. Uno de los padres de esas criaturas es mi amigo. Fue el que me invitó. Vemos el partido, nos reímos de los errores, nos emociona verlos vestidos con los mismos colores que usamos hace 30 años.

 

Sobre uno de los costados de la cancha hay un hombre mayor. Lleva las manos unidas en su espalda. Mira con detenimiento el partido pero no le importan los detalles, solo presta atención a uno de los niñitos. Ahí está mi suegro, dice mi amigo. 

 

Lo miro. Me acuerdo de él, tres décadas antes, cuando debía tener la misma edad que tengo hoy en este momento. Me cuenta su historia, que primero quedó sin trabajo y luego enviudó, que de a poco lo fueron confinando al último dormitorio de la casa, donde vive sin que lo molesten y sobre todo sin molestar. No se pierde ningún partido. Es todo lo que le importa, me dice.

 

El cuento es muy sencillo, (me acuerdo de lo que escribió Benedetti) usted nace, contempla atribulado el rojo, azul del cielo, el pájaro que emigra, el torpe escarabajo, que su zapato aplastará, valiente.

Usted sufre, reclama por comida y por costumbre, por obligación, llora limpio de culpas, extenuado, hasta que el sueño lo descalifica.

Usted ama, se transfigura y ama, por una eternidad tan provisoria que hasta el orgullo se le vuelve tierno y el corazón profético, se convierte en escombros.

Usted aprende y usa lo aprendido para volverse lentamente sabio, para saber que al fin el mundo es esto, en su mejor momento una nostalgia, en su peor momento un desamparo y siempre siempre, un lío. Entonces, usted muere.

 

Termina el partido y saludo a Julio. Se acuerda de mí, vagamente, en sus ojos hay muchas cosas pero no hay olvido. Me dice que tiene que ir a saludar a su nieto, observo que en su mano lleva un alfajor. Lo dejo ir, pero lo sigo con la mirada hasta que le entrega la golosina al niño.

 

Me despido. 

 

Camino rumbo al mercado, hoy hay feria. Tengo una lista que me hizo Daniela, verduras, frutas, queso y pescado. Hay largas filas y gente buscando precios. Compro unas aceitunas rellenas. A Daniela le encantan. Estoy feliz por saber la cara que pondrá cuando las vea, acaso la misma que la del niño.

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