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Caminatas   |     10.04.2023

El Balón, Bolivia y Gaona

 

Estoy seguro que alguna vez se encontraron en un bar con un hombre solo. Hablo de un domingo, mediodía, un horario que frontea entre el café y el almuerzo. Un domingo en que las hojas de los árboles alfombran las veredas y se acurrucan en los cordones hasta que alguien las levante. Un mediodía en que la esperanza es poca y la nostalgia de un tiempo perdido es una fantasía, porque no hubo un tiempo mejor y probablemente no lo haya. Un bar donde el ruido de la cafetera es de otra máquina, de un barco o de un tren y el vapor sacude la mano del barista. Un café que es tan caliente que no se puede sentir el grano.  Un hombre está solo y adivino sus pensamientos que están hartos de tristeza.  Hace un buen rato que se ha sentado y yo lo miro con delicadeza y suspicacia, no quiero que sepa que lo hago.

El hombre tiene una camisa a cuadros, es clara, parece sucia o tal vez, el tiempo y el uso la volvieron así, una camisa abatida. No puedo ver sus pantalones, la mesa cuadrada y la luz diagonal que entra por la ventana no me permiten distinguir cómo son. Veo, sí, sus zapatitos, son microscópicos y están rotos. Pienso en la obra de Natalia Guinzburg, su vida en Italia y la vez que Daniela me leyó en la cama: “yo llevo rotos los zapatos y la amiga con la que vivo en este momento también lleva rotos los zapatos. Si le hablo del tiempo en que yo seré una vieja escritora famosa, ella inmediatamente me pregunta: «¿Qué zapatos llevarás?». Entonces yo le digo que llevaré zapatos de gamuza verde, con una gran hebilla de oro a un lado”.

Los ojos del hombre tienen un color enfermizo, un exceso de lágrima. Sé que las personas mayores comienzan a percibir las cosas con menos brillo, los colores se apagan, las sombras se alargan, el amor late pausado. Ese hombre tiene los ojos brillantes por fuera y secos por dentro.

No puedo dejar de ver a ese hombre que me da una enorme tristeza y hago el esfuerzo para no sentir pena. Quiero que la angustia que lleva ese hombre se evapore y tal vez mejor, que me haga una transferencia de ese dolor así compartimos la carga.

Le traen el almuerzo. Mi corazón se descompone, recuerdo la mesa familiar en casa de mis abuelos, el pase de las botellas, las mujeres en un lugar, los hombres en otro. Veo ese patio repleto de arbustos y de niños. Un perro que se esconde porque prefiere dormir un rato. Escucho los gritos de mis tíos y una canción, el ritmo de los cubiertos que arman la mesa, siento el estofado que camina hacia el medio y la orden de venir a sentarse. Recuerdo a mi tío Ernesto que venía siempre a esas reuniones. Se paraba arriba de las sillas para contar un chiste o para putear a Perón, todavía lo veo borracho alzando a la abuela. Ernesto venía siempre, pero una tarde en Chajarí, lo mataron como a una bestia.

Ese hombre está solo y come solo. Le traen un vaso de vino y un sifón. A mí me traen un café. Vengo todos los domingos antes de salir a caminar. El mozo ya me conoce, me saluda afectuosamente, a veces nos permitimos hablar de algo.

Me parte el alma que un hombre, un viejo, esté solo y que coma solo un domingo.

Tengo ganas de invitarlo a sentarse conmigo pero estoy seguro que me rechazará con cortesía y luego le dirá a algún amigo que no puede creer que todos los domingos hay un chico de gafas y ropa moderna, malgastando su juventud en un bar. 

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