Caminatas | 03.07.2023
El parque de las tierras verdes
Dos cuadras después de pasar el parque me detengo. El dolor me obliga a arrojarme sobre un cordón. Me descalzo. Miro el dedo gordo de mi pie y pienso que solo una cosa puede ser más horrible que eso. Que las pezuñas de un cerdo merecen mayor consideración que la extensión obscena de mi apoyo. Que las costas bañadas de tiburones y peligro, donde un grito no se escucha porque el viento interrumpe todo, son imágenes más conmovedoras que ese dedo infame.
El Parque Chacabuco de Las Tierras Verdes Imperecederas y Gloriosas de la Ciudad, ese debería ser su título, un rótulo de nobleza habría que darle. Recién lo abandoné y una especie de olvido compite contra su recuerdo. Apenas más pequeño, por algunas hectáreas, que los Colosos de Palermo y Parque Avellaneda.
Las fuentes me hablaron de un esplendor de galeritas y paseos en carro. Los caminos son monumentales y serpentinos, al final de uno hay un yaguareté de bronce que asusta a los niños durante el día y por la noche, cuando el parque queda desierto, se retira a dormir bajo una tipa. Hacia el sur desfilan los rostros de Sarmiento, San Martín y Chopin. Hacia el bajo, algunas esculturas de mármol flotan en un manto de agua.
Hubo, (me enteré por un hombre que hablaba en voz alta con otros) donde hoy corren cientos de personas en una pista circular, una cancha de fútbol. En ese lugar, hace casi cien años disputaron un partido el Club Atlético San Isidro y Atlanta. No importa quién ganó, ese día nevó y se consagró como el único partido en Buenos Aires donde se hicieron goles mientras el silencio blanco cubría el campo.
Me sacó la zapatilla y aparece el dedo, como remachado en el fondo de mi cuerpo. Miro el dedo gordo del pie y pienso que solo una cosa puede ser más horrible, pero no la puedo escribir.
Levanto mi cabeza, estoy en la calle Estrada. Ya he pasado por los pasajes Del Comercio, de la Industria, de las Artes y de las Garantías. El barrio es tan precioso como el nombre de las calles. Los techos de las casas se desploman como si estuviésemos en otro paisaje y en otro tiempo.
Rosario Bléfari escribió hace algunos años, “tengo la sensación de que cada momento que vivimos es histórico, de ahí la importancia de estar en el presente, ir a recitales, encontrarse con amigos, leer a los escritores que viven, ir al teatro, ver las películas que se estrenan, escuchar los discos, recorrer la ciudad caminando, ir a una marcha, presenciar una sesión del congreso, hacer un trámite, tener un proyecto y llevarlo adelante como sea, aunque alguien lo considere un fracaso, participar en lo que sucede, como sea, estar, vivir lo contemporáneo, sin nostalgia, es mejor incluso para cuando nos pregunte alguien si tenemos algo que contar”.
Miro mi dedo gordo del pie y esa uña encarnada que me detiene de todo eso, una pequeña porción del cuerpo que me impide por completo. Sin embargo, mi razón calcula que en treinta o cuarenta años (aunque mi parte realista presume mucho antes), cuando las células que se juntan dándome vida, despidan el olor de la muerte, cuando la inmovilidad eterna sea una condena, cuando la pedantería de estar vivos se me escurra en lamentos y los únicos viajes que haga sean mentales, voy a rezarle a todos los dioses posibles para que, aunque sea por un instante, me devuelva la eternidad de este maldito dolor de pie.
Me levanto como puedo, le hago señas a un taxi que tiene la forma de un abejorro y se acerca reptando por Estrada, hoy la caminata ha llegado a su fin.