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Caminatas   |     26.06.2023

El Abasto

 

Una vez mi amigo Martín dijo que Buenos Aires era su lugar, que en la ciudad había nacido y moriría no tan pronto, según sus cálculos, cerca de los ochenta años. Martín tiene cuarenta y uno. Todavía falta la mitad, casi exacta, de su vida.

 

Hace tres años decidió que era momento de marcharse. Por mensajes no dijo que tenía que irse de la ciudad, que la peste y Buenos Aires eran una combinación letal, sobre todo para su familia. Se fue a la Patagonia, un pueblo de la comarca. Varios de sus amigos intentamos disuadirlo, no lo logramos, después ofrecimos nuestra ayuda para la mudanza, tampoco la aceptó. Fue una época en la que el miedo lo volvió insular.

 

Cuando se instaló tuvo algunas decepciones, varias del orden doméstico. Nos decía que no lograba calefaccionar el dormitorio que alquilaba en Las Gaviotas, un paraje cerca del Bolsón, donde la nieve silencia todo. La leña está húmeda, me cagaron, me dijo una tarde por mensaje. Pasaba horas intentando calentar su casa. Se llevaba los troncos a la habitación y los distribuía por toda la casa para secarlos. También tuvo problemas con el agua, no podía hacer funcionar la bomba. Pasó varios días viviendo en otro lugar. La otra decepción fue mayor.

 

En julio conoció a una mujer, que para esta crónica se llama Miriel. Se conocieron en un centro vecinal, ambos son músicos y las coincidencias tardaron poco en llegar. Quedaron al otro día probaron algunas canciones, melodías fáciles, luego se prestaron un libro, algunos días después fueron a buscar  leña. La actividad más linda era caminar juntos y prenderse del otro como un abrojo. Me contó por mensaje que una noche, antes de la primavera, habían elegido una estrella. Que los dos se habían puesto de acuerdo con el nombre y que se besaron, mientras al oído sonaban promesas de amor. Me habló varias veces de ella. Durante un tiempo no recibí mensajes. 

 

En octubre, cuando el sol tomó un poco más de fuerza, Miriel le dijo que no lo quería. No tenía una explicación, simplemente no le pasaba. 

Martín volvió en diciembre. 

 

Hoy caminamos por Buenos Aires y después de darle vuelta a varios asuntos, recordamos eso, su estancia en el sur. Me dijo, ¿sabés lo que extraño? La naturaleza de todos los días. 

Asentí, claro, le dije, yo también la extrañaría.

 

Llegamos al Abasto y volvió a hablar. Mirá esa mole (señaló el shopping), parecen las montañas, el cerro, ¿no?. Me reí. Y los taxis, mirá, el color, mirá, ¿de qué color son? negros y amarillos, son abejorros Mati. Y la boca del subte una madriguera, anda a saber los animales que duermen ahí, las cosas que hacen esos bichos. ¿Y ese viejo? Es un árbol Mati, un árbol que va a morir cuando nada corra por adentro, cuando se seque.

Me reí de las ocurrencias hasta que se detuvo en el cielo y señaló, ¿ves? Ahí, entre esa estrella que brilla y la chiquita, esa es mía.

 Caminamos algunas cuadras en silencio. Luego volvimos a temas comunes, el trabajo, su nueva pareja y el alquiler.  

 

Cuando nos separamos miré al cielo, busqué por un rato. En un mundo que se cae a pedazos no es cosa menor tener una estrella. Esa noche no la vi y es probable que nunca la vea porque no me pertenece.

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