Ritual en Neuquén / 22.06.23
La noche que te conocí el frío era helado. Hacía una semana que no se podía estar sin guantes, capuchas, lanas, bufandas. Los días eran grises y el viento decidido arrebataba las carpas y la ropa tendida, impiadoso. Esa noche tomamos whisky y fumamos porro, nos reímos al calor de la intimidad de la cabaña, nos preguntamos algunas cosas. El protocolo inicial de quienes desean conocerse.
Al día siguiente, otra vez gris. Decidimos hacer una caminata de todas formas, porque ese cielo ya era costumbre y entendimos que nuestras opciones no eran muchas: conformarse y aguantar el frío con una linda vista o una tarde más de aguantar el frío en la carpa. Fuimos a La Islita.
El paisaje se abría sin fin aparente, tras una larga caminata de subida y bajada. La playa era corta, definida por el lago que se imponía ancho hasta el horizonte. Las montañas lo bordeaban, abrazándolo. La orilla no era simple orilla de arena como yo conocía, sino que estaba rodeada de piedras donde una podía pararse y sentir que veía más, aún más. Mis ojos no abarcaban lo gigante. Así que simplemente me agaché ahí, en esa piedra, y me dediqué a juntar las piedritas que reposaban al fondo del agua. Coloqué una junto a la otra. Los colores rocosos contrastaban con el aire gris y nublado. Rojo, azul oscuro, marrón claro. El agua estaba helada y aún así seguí escarbando con mi mano su transparencia, que se movía incesantemente a causa del viento. Me salpicaba los zapatos, un poco el pantalón.
Me detuve un instante y miré la isla: un pedazo de tierra que parecía enraizarse al fondo del lago. Como si fuera un solo árbol de tronco gigante con el follaje tupido y robusto en las alturas. Se instalaba en medio de las aguas, impidiendo ver más allá. La islita parecía tan cerca. Si hubiera hecho calor, habría nadado hacia el otro lado. Pero el frío era distancia y contemplación. Sentí al viento exfoliarme la cara y recordé lo que me había dicho un pibe la noche anterior.
— Si querés que se vayan las nubes, le pedís al sol. Si sentís frío, le pedís al sol. A cambio, le tenés que dar tu calor.
Cuando lo escuché me había parecido un ridículo. Quizás por su aire de agrandado y sus intenciones de levante. El recuerdo de su vaso en la mano dando la recomendación me sigue repugnando. Pero ahí, en La Islita, mis amigas estaban lejos tomando mate debajo de un árbol conociendo a tu grupo de amigos. Nadie podía saber que estaba pensando en hacerle caso a un estúpido. Estaba muy sola.
Cerré los ojos y el aire penetró mis mejillas. Los músculos se relajaron, dejaron de temblar y el frío acuchilló mis brazos, hombros y vientre. Mi cintura sintió cómo se iba la tensión y casi pude ver el halo de calor que mi cuerpo emanó cuando se lo entregué al sol que se ocultaba en algún lugar. El frío me heló los huesos.
Caminamos, ya casi era de noche. Atardecía a la hora de la cena, así que la vuelta fue, además de húmeda y fría, con hambre.
Paramos a comer y me senté a tu lado. Pedimos diez pizzas y las comimos todos sentados en la calle. Tenía más frío que la noche anterior.
Simplemente comimos cada uno con los ojos en sus manos, nos reímos alguna vez, pero casi todo fue silencio. Esa noche te fuiste a dormir temprano, a pesar de que cumplías años y no pude conocerte más. Sólo me fui a dormir. Tenía más frío que la noche anterior.
A la mañana siguiente hubo sol.